Por Eduardo Aliverti
- Página 12.
¿Hay antecedentes, en este país, de procesos electorales en los
que un factor externo es puesto sobre la mesa como elemento central?
Es probable que no. O que deba
retrocederse, tirándolo muy de los pelos, hasta “Braden o Perón”.
Sería forzado porque, en aquella época ideologizada de mediados del
siglo anterior, la referencia a optar entre lo que significaba el
embajador yanqui y el todavía incipiente líder de masas remitía a
hacerlo entre dos modelos de país.
Uno que se basaba en anclarse como
satélite del también flamante imperio estadounidense, para alcanzar
estadios de desarrollo; y otro que apostaba, o decía hacerlo, a una
concepción autónoma.
Algún kirchnerista
ultra podrá afirmar que hoy se juega lo mismo con todas las
diferencias del caso, pero lo cierto es que este tiempo no tiene
tantas pretensiones épicas (más bien ninguna).
Como sea, y para no
entrar en polémicas bizantinas que los argentinos todavía no
resolvieron ni quizá resuelvan nunca, esa antinomia de los ‘40 era
mucho más contundente que la de ahora, cuando si se va un tanto para
acá o un tanto para allá parece quedar resuelto en “Gran Cuñado”.
Y
además, todo era entonces bastante, o demasiado, más sincero y
sencillo. Se estaba de este lado o del otro, y no se recurría a
artilugios como los que acaban de situar a Venezuela cual medida de lo
que podría ocurrir aquí si los K son ratificados en las urnas.
“Artilugios” es, en realidad, un término muy modesto para referirse a
una de las maniobras más tramposas de que se tenga memoria. Puede
vérsela cual episodio de construcción de sentido y/o como táctica
electoral directa, porque se aúnan intereses de los factores de poder
económicos con objetivos opositores, a fin de advertir sobre el
peligro inminente de una ola estatizante que se comerá a los chicos
crudos.
No parecería buen momento para
asustar con ese ogro, visto el renacido papel intervencionista que el
Estado tiene en los países centrales. Pero en campaña todo vale y si
sale mal después no se acuerda nadie.
Hugo Chávez anunció hace un par de
años que entre sus objetivos figuraba crear un polo sidero-metalúrgico
estatal; y hace menos que empezó a ratificarlo en los hechos, al
nacionalizar una de las empresas-madre del sector, “del” grupo Techint.
Para empezar no a ponernos de acuerdo sino, simplemente, a certificar
datos, Techint es hoy parte de un holding internacional con base
decisoria en Luxemburgo. Allí opera el emporio angloindio Arcelor
Mittal, que controla el negocio del acero en Europa con inversiones en
la Federación Rusa, Egipto y los mismísimos Estados Unidos, y al que
se suele vincular a Techint.
En cualquier caso, los accionistas
argentinos, descendientes de la familia Rocca, tienen una
participación minoritaria. Por lo tanto, hablar de Techint como
“empresa argentina” es, por lo menos, un apunte no exento de humorismo.
De todos modos, así se conceda que se trata de un polo empresario en
el que “lo nacional”, como muy eventual burguesía ídem, tiene mucho de
potencia simbólica (esto también pretende tener dosis de humor), es
inconcebible que la nacionalización de algunas empresas en Venezuela
haya desatado acá semejante reacción corporativo-mediática. Como si
fuera cosa de que la Argentina se bajó los pantalones ante una
potencia extranjera, por no defender intereses que ni siquiera son
propios.
Todas las cámaras patronales, todos los voceros periodísticos
del establishment, toda la derecha junta como nunca se vio de mucho
tiempo a esta parte, todos juntos contra Chávez para pegarle a los K
en un tablero que debiera ser algo más limpio y que, a decir verdad,
fue contaminada por los propios K gracias a martingalas como las de
las candidaturas “testimoniales”, entre otras.
O sea: es una campaña
lo suficientemente ensuciada, aunque tal vez no más que otras, en la
que finalizan habilitadas pelotudeces tales como usar de ariete a un
monstruo chavizante.
Resulta, sin ir más lejos, que ese
mismo esperpento, Chávez, acaba de conseguir un acuerdo con Lula,
estimado en alrededor de 4 mil millones de dólares, para que los
brasileños financien proyectos de inversión de sus empresas, en
Venezuela.
Se dejó trascender, no sin insidia, que el arreglo es a
cambio de que Caracas jamás tocará los intereses de las compañías
brasileñas. Pero, claro, en primer lugar son efectivamente sociedades
del país inversor. Y en segundo, los venezolanos tienen derecho a
hacer lo que mejor les parece, tanto como en su momento asistieron a
la Argentina comprándole bonos del Tesoro para prestarle un
financiamiento del que carece al cabo del default.
La salvedad es que
no exigieron, en canje, que los argentinos se ataran a programa de
ajuste alguno. Ahí es donde queda destruido el discurso de la derecha
acerca de que el Fondo Monetario, o cualquiera de los
organismos-ladilla de los Estados Unidos, habrían cobrado más barato.
El problema es que estas densidades se subsumen en fuegos de
artificio. Por caso, el kirchnerismo se defiende apuntándole a Techint
que depositó en el exterior la primera cuota indemnizatoria del
gobierno venezolano por la estatización de Sidor. Y deja, como si tal
cosa, el flanco de que Santa Cruz nunca retornó al país la plata que
mandó afuera durante la crisis de comienzos de siglo.
El gobierno
argentino funciona así, a la deriva del humor con que se despierten en
Olivos o El Calafate. El rumbo-macro puede ser correcto desde una
perspectiva progresista, pero las ínfulas personales lo contaminan
hasta el extremo de ponerla en (serio) riesgo.
En medio de esos cruces
temperamentales retroalimentados entre unos y otros, se relativiza que
el tema de fondo es que el accionar de Venezuela estaba anunciado con
larga antelación; que no hay de por medio una empresa argentina; que
aun cuando la hubiera rige el derecho soberano de un Estado
extranjero; y, sobre todo, que la alianza estratégica con Chávez, si
es que en verdad es eso con el objetivo de estimular un cabo de
articulación sudamericano, está demasiado por encima de los negocios
de Techint.
Para volver a los brasileños, y sin que esto suponga
adherir a cierta visión casi idílica de sus políticas de Estado y de
cómo logran mantenerse al margen de sus turnos gubernamentales (aunque
algo de eso hay): Lula insistió, ahora mismo, en pedirle al Senado de
su país que apruebe el ingreso de Venezuela al Mercosur. Hay una pinta
de carácter estratégico, en torno de para dónde salir disparados, que
guarda distancia abismal con los eternos cipayos de la presunta
burguesía argentina.
Es poco serio, en obvia síntesis, el
revuelo que se armó por las estatizaciones de Chávez. Y más lo es que
se las relacione con alguna meta parecida por parte del gobierno
nacional, como si aquí estuvieran en juego situaciones similares a las
del venezolano. Deberían inventar algo mejor que usar a Chávez como
testaferro de sus intenciones. |