“Hombres de una República libre,
acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos
ataba a la antigua dominación
monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas
por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos
para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores
que quedan son las libertades que faltan. Creemos no
equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten:
estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora
americana”.
Comienzo
del Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria de 1918,
redactado por Deodoro Roca |
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El Mayo Francés estaba todavía muy
lejos en el tiempo cuando, en una universidad al sur del planeta, el
conjunto del estudiantado luchaba por reivindicaciones como la
autonomía de las casas de estudios, el gobierno tripartito de las
mismas (a través de representantes de los claustros de profesores,
estudiantes y graduados), la libertad de cátedra, el régimen de
concursos para designación de profesores y la periodicidad de su
renovación, la publicidad de los actos académicos, la extensión de la
labor universitaria al campo social, y la libertad de elección en la
fórmula de juramento de los graduados.
Era la Reforma Universitaria de 1918.
Un movimiento que se propagó desde Córdoba al resto de las
universidades de América latina. Y si bien habitualmente se habla de
aquellos que soñaron con convertir el movimiento reformista en una
fuerza política transformadora (en Perú Víctor Raúl Haya de la Torre o
en Venezuela Rómulo Betancourt), muchos otros políticos e
intelectuales también han sido influenciados por el “espíritu” de la
Reforma. Tantos, que muchos sostienen que los acontecimientos
ocurridos en Europa cincuenta años después, fueron una réplica de
aquel terremoto cordobés de 1918. El auge que tuvo la intelectualidad
latinoamericana en el viejo continente por aquellos días parece avalar
esta hipótesis.
Entre los nombres íntimamente ligados
a aquel movimiento, se destaca la figura de uno que a lo largo de su
vida pública y profesional encarnó como nadie el alma de la Reforma:
Deodoro Roca, quien en su momento fuera considerado por Ortega y
Gasset como el argentino más eminente de los que había conocido, según
recordaba Manuel Gálvez, y que para Ezequiel Martínez Estrada fuese el
escritor político argentino más importante del siglo XX.
Deodoro fue el redactor del
Manifiesto Liminar de la Reforma, el documento político más
trascendente que Argentina legara al mundo en el siglo XX.
Sin embargo, hoy es casi un
desconocido en su tierra.
“No he
actuado en la vida pública de mi país desde la angostura de programas
y partidos políticos”, escribió en una nota
autobiográfica. “Pero he hecho, al margen de ellos, y
desinteresadamente, una intensa y riesgosa vida pública. La haré hasta
que me muera, porque me interesa hasta la pasión el destino de la
patria y sobre todo el destino del hombre”.
Nació en 1890, en una familia de la
alta sociedad cordobesa, pero fue “un tránsfuga de su clase”,
como lo definiera Gregorio Bermann. Ejerció la abogacía con pasión de
artista:
“Una
vida en plenitud admite y ennoblece el goce espiritual, y enriquece
las profesiones que, como la abogacía, están constantemente
escapándose de la espiritualidad y cayendo en zonas de decorosa
comerciabilidad. Basta para eso orientarla en el sentido de lucha por
la justicia y poner en ella valor, pulcritud, decoro, y mantener
siempre vivo el horror por la estupidez, por la chabacanería, por el
trabajo mal hecho, y por la vulgaridad plebeya y letrada que es pulmón
de acero de nuestra profesión. Entonces la abogacía de aproxima a las
bellas artes. Y sólo aproximándose así a ellas se puede ser un buen
abogado.”
En el sótano de su casa de la calle Rivera Indarte recibió
entre tantos otros a Stefan Zweig, el conde Keyserling, José Ortega y
Gasset, Raúl Haya de la Torre, Eugenio d´Ors, Waldo Frank, José
Ingenieros, Alfredo Palacios, Lisandro de la Torre y Rafael Alberti.
Este último despidió a su amigo con la “Elegía a una vida clara y
hermosa” (a Deodoro Roca):
Yo se a
quien preguntarle, a quien decirle
cantos, cosas, razones de su vida;
por qué altura de álamo medirle,
por qué piedra indagarle
la densidad de agua conducida,
remansada en su río;
por qué estrella llorarlo sin llorarle,
por qué decirle nuestro y por qué mío.
Yo sé como llenar ese vacío
que deja un árbol ya desarbolado,
una roca tocada de inclemencia,
una hundida creciente,
la luz de un resplandor arrebatado.
Sueñe el bosque su verde trasparencia,
su voz el mar, la cumbre alta su frente,
la llama el corazón de su pasado.
Como se pierde un barco iluminado
entre dos tristes selvas litorales;
se extermina de pronto una arboleda,
un hombre verdadero;
así sus claras hondas fraternales,
lo que descuajó el hacha y que nos queda:
libre, un claro sendero,
difícil y advertido de señales.
Mudos, los largos llantos funerales.
Alta estrella, mas no para loores.
Alto río, mas no para la escoria.
Árbol alto, mas para bien movido.
¡Arded, bullid, sonad, labradores!
La vida clara, hermosa la memoria,
hermoso su sentido,
claro su ejemplo y claros sus deudores.
(Remontando el Paraná, primavera de 1942) |
Su obra escrita, recopilada tras su muerte (1942), aún tiene
vigencia: Las obras y los días (1945), El difícil tiempo
nuevo (1956), Ciencias, maestros y universidades (1959) y
Prohibido prohibir (1972). Hombre de acción, una noche "vistió"
las estatuas de Córdoba, protestando por el retiro de un desnudo del
Salón Oficial de pintura. Más tarde indignado por la indiscriminada
poda de árboles de su ciudad, pidió, desde su columna en “Las
Comunas”, la cabeza de los asesinos de
árboles: “Pedimos su cabeza para satisfacer una antigua curiosidad”,
decía. “¡Para ver que tienen dentro!”
En "Palabras sobre los exámenes"
(1930), Deodoro Roca, escribía:
"Exámenes a la vista: bolilleros, bolilleros, más bolilleros (...) El
alumno acude con su número. No siempre saca premio. Hay que pasar de
alumno a médico, a abogado, ingeniero. (...) Todo esto será tuyo si me
respondes a estas preguntas, si tienes suerte con estas bolillas desde
donde te miro. El alumno observa la irreal riqueza que se le muestra y
entrega por ese falso botín su alma indefensa y simple. Lo humano, lo
verdaderamente humano, sería irle apuntando, a lo largo de su vida y
aprendizaje, qué cosas y qué ideas no parecen convenirle; qué cosas y
qué ideas le serían de fácil adquisición. (...) El examen debiera
quedar catalogado para siempre entre los juegos prohibidos, en defensa
de la inteligencia". (...)
"¡Menos loterías, señores profesores!",
escribe. "Las verdaderas pruebas no deben cifrarse en las respuestas
del discípulo sino en sus preguntas. De la desnuda y oportuna pregunta
del discípulo debe inferirse su curiosidad, su capacidad, su aptitud,
la calidad de su espíritu, su grado de saber y su posibilidad. La
única relación legítima y fecunda que debe trasuntar un examen que
aspire a salvarse, es la de un discípulo que pregunta y la de un
"tribunal" que
responde. ¡Son ustedes los que deben "rendir",
señores profesores! Mientras eso no ocurra, se seguirán oyendo en
escuelas, liceos, colegios y universidades las dramáticas y fatídicas
palabras del "croupier"
docente: ¡No va más!!!".
Como abogado defendió a innumerables
presos políticos, y como periodista se opuso al fascismo así como
también al avance de Gran Bretaña y Estados Unidos sobre América
latina.
Tras su muerte, un joven asmático se
mudó a Córdoba por recomendación médica. Allí, en una ciudad donde
estaba vivo el recuerdo de Deodoro, se hizo muy amigo del hijo de
éste, Gustavo, lo que le permitió pasar tardes enteras en su
biblioteca personal. Dos décadas más tarde, Ernesto Guevara también se
convertiría en ejemplo y símbolo de la juventud latinoamericana.
Sacco y Vanzetti, Mártires de
la Esperanza - por Deodoro Roca.
"Palabras pronunciadas en
el acto del 29 de agosto de 1927, como repudio por la ejecución de los
dos mártires obreros."
“Buenas noches caballeros”...
Y así, basculando sobre la muerte, terminó el diálogo formidable entre
los jueces del más grande país de la Tierra y dos hombres humildes,
justos y fraternales... Frase silenciosa y terrible, alumbrada de
piedad y desdén...
“Buenas noches caballeros”...
En el quieto dolor de estas palabras irónicas y corteses –frente a sus
verdugos- se despedía de la vida Nicolás Sacco, condenado a la muerte
y a la inmortalidad, a un mismo tiempo. No respondió nadie... Quieta
en los ojos atónitos, temblorosa en las manos febriles de los doce
espías de la muerte, la Vergüenza y el Asco de aquel minuto estaban
recogidos como dos reptiles, frente al misterio de la belleza pura.
¡No era un espectáculo para reptiles! En ese instante, en la Cámara de
la Muerte, para consuelo de los eternamente oprimidos, para esperanza
de días mejores, como para reconciliarnos con la especie humana, sólo
dos hombres vivían una vida plena y rica, sólo estaba la presencia
luminosa de dos vidas magníficas. Y los dos sonreían... Humilde
pescador el uno, humilde zapatero el otro...
Puritanos imbéciles y verdugos
hipócritas, habían ido para registrar en sus sismógrafos de infamia
las últimas convulsiones, el terror saludable de su justicia de clase.
Sólo quedó registrado el crimen legal, con su teatralidad inútil, con
su crueldad estúpida, con su frialdad nauseabunda. La máquina que
ajusticia -y nunca palabra más exacta que esta: “Ajusticia”,
que quiere decir “no justicia”, cosa fuera de la justicia-
segura y precisa, funcionó admirablemente. Pero a la sociedad que la
puso en marcha no la asiste la misma seguridad. Esa máquina que
tritura incontables vidas oscuras, tiene ya roto su resorte vital. El
simple hecho de que haya sido posible esta caída ciega, este lujoso
crimen -lujoso como una de sus escabrosas películas “Record”-
revela que la máquina de esta sociedad moribunda va sin gobierno y sin
freno. Ese racimo de puritanos orgullosos y felices, que al filmar la
ejecución de Sacco y Vanzetti -solo atentos a su valor de sensación y
de taquilla- no comprendieron que trabajaban para el porvenir de los
oprimidos, con premura febril y eficacia ejemplar. Los doce espías que
fueron para recoger los diagramas que habrán de servir en laboratorios
secos para experimentaciones estúpidas, no sabrán nunca lo que allí,
realmente, pasó ante sus ojos planos. Asistían al nacimiento de un
mito.
La cárcel de Charlestown ya no era la
cárcel de Charlestown. Mr. Fuller ya no era Mr. Fuller, en su
individualidad palpitante y concreta. Los ajusticiados ya no eran
Sacco y Vanzetti, hombres cordiales y buenos, víctimas de un error o
de una fatalidad terrible. Sacco ya no era aquel pescador sencillo y
valeroso, de manos fuertes, que soñaba vivir en una casita “perdida
en el verdor de un bosque”, con su pequeña Inés y su pequeño
Dante, unidos en una sola palpitación y una sola ternura, “y en las
tardes de verano, cumplida la faena sentarse con ellos a la sombra de
una encina, subirlos a sus rodillas y enseñarles a leer, a escribir, a
amar y a creer”... Ya no eran cosas tremantes y vivas las que se
desgarraban. El dolor de la atroz injusticia había fundido las
lágrimas de todos los hombres en una cosa más alta y eterna. Podrá la
vida secar hasta el recuerdo individual de las lágrimas que los
hombres de todo el mundo derramaron en esa larga agonía, y sonreír de
nuevo los ojos a la vida, sin ninguna amargura. Pero habrán servido
para regar y amasar con su calor cordial el mito perdurable que
encenderá las almas de mañana. Los actores de la tragedia representan
las fuerzas que dialogan y hacen la historia y que renuevan y
enriquecen los mitos sagrados que guían los pasos inciertos de los
hombres. La cárcel de Charlestown es el viejo peñón de Prometeo, el
mismo abrupto sendero del Gólgota. Fuller es la oscura fuerza del mal,
es Calibán, es Caifás: el Gran Sacerdote. Es la misma plutocracia
maquinada que aglutina la clase parasitaria. Sacco y Vanzetti
pertenecen a esa escasa raza de héroes que tienen los ojos claros y
los brazos abiertos para la efusión cordial y para los maderos en
cruz.
Los jueces de Boston, como los jueces
de Jerusalén y los jueces de todos los tiempos y de todas las partes
han pronunciado el veredicto infamante y para convencer al mundo de
que su Justicia es infalible, han matado a dos inocentes, haciendo de
su inflexibilidad la garantía suprema de su infalibilidad. Sólo así
podía el mundo adquirir un elevado concepto de su rectitud. Y han
desafiado al universo con las pruebas mas falaces de su infalibilidad.
Anatole France, en un libro admirable, reveló la técnica de los
testimonios que en estos casos suele recoger la justicia de todos los
países para llegar a la verdad:
-
“Duval, ¿ha visto usted al acusado a las seis de la tarde?
-
“Es decir, señor Juez, mi mujer estaba en la ventana, y me
dijo: “Por ahí pasa Socquardot”.
- “La
presencia de Socquardot en tal sitio debió extrañarla, pues se la
hacía notar. ¿Le pareció sospechosa la actitud del acusado?
-
“Le diré, señor Juez, mi mujer me dijo: : “Por ahí pasa
Socquardot”. Entonces miré yo también y dije: “Efectivamente, pasa por
ahí Socquardot”.
- “¡Muy
bien, escribano, anote! A las seis de la
tarde los esposos Duval vieron al acusado dar vueltas en torno a su
casa y en actitud sospechosa.”
Señores: con esa técnica la justicia
de los plutócratas americanos ha desafiado al mundo.
Trabajadores manuales e intelectuales
del mundo: Uníos para defender a la otra justicia.
Fuente: Fernando
Pedró -
Asterión XXI
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